sábado, 1 de junio de 2013

Aquella mañana no se podía mover.


Aquella mañana no se podía mover. Los dedos entumecidos debajo de las mantas y el cuello completamente contraído. Debía de haber dormido en una mala postura. Aunque no era eso sólo. desde hace unos meses la situación en casa había empeorado. Marta volvía tarde casi todas las noches y alguna que otra no volvía. Por la mañana los niños preguntaban que donde estaba mamá. Él contestaba que estaba trabajando, que se había levantado muy pronto o que todavía no había vuelto del turno de noche.

Siempre habían tenido una relación abierta, pero estas últimas salidas eran de otra índole. Ya no había ni siquiera una intención de mostrar pudor o respeto. Marta se había enamorado.

Desde el momento en que esto se convirtió en algo obvio para Juan, cada noche, al salir ella por la puerta de casa, pensaba que sería la última vez que la vería.

Desde el principio de conocerse la idea de que Marta pudiera ser una de esas mujeres que abandonan a sus hijos y desaparecen de repente le había estado martirizando. Juan se repetía: "Ella no es así" "No es así" "Quítatelo de la cabeza". Pero nunca acababa de desaparecer de su corteza cerebral la imagen de ella diciendo adiós por última vez con su desparpajo estresado habitual.

Su hija mayor se metió en la cama con él y le preguntó: "¿Qué pasa papá? ¿porqué no te levantas?" "Es que me duele mucho el cuello y no me apetece moverme nada. Pero me voy a tener que levantar para haceros el desayuno. Así que, ¡venga! A levanta...Aaaaaahh...rse.

Mientras la leche se calentaba en un cazo, fregó los cacharros de la noche anterior, limpió la mesa y sacó las mermeladas y la mantequilla de la nevera. Encendió también el Baby Phone para oír a la niña pequeña si se despertaba estando él en la cocina.

Mientras las niñas desayunaban y convertían la mesa de la cocina en una batalla de mermelada, yogurt y migas de pan, Juan sacó un buscopán y un ibuprofeno del cajón de las medicinas y se los tragó sin agua ni nada. Esa mañana, el camino a las dos guarderías de las niñas sería más largo de lo normal.

Al volver a casa ella no había llegado. La sensación de abandono en la que estaba la casa, la firme creencia, ya enraizada dentro de su ser, de que ella no iba a volver y los dolores físicos, junto con la ansiedad propia de cada día del autónomo antes de empezar la jornada de trabajo, le sumieron en un estado catatónico del que, pensó, sólo se podría salir viendo unos cuantos capítulos de su nueva serie preferida: Breaking Bad.

Después del sexto episodio seguido, se dio cuenta de que su rigidez muscular había empeorado dolorosamente por culpa de la mala postura adoptada en el sofá. Además, no le había servido de nada. Había perdido un día entero de trabajo, el último episodio había sido de lo más estresante y el final, como siempre, sólo le dejaba una sensación de necesitar más muy parecida, probablemente, a lo que siente un heroinómano o un fumador cuando han hecho uso de la última dosis que poseían. Se levantó, se quitó la ropa de yoga que le había hecho un servicio magnífico tirado en el sofá, recogió la esterilla del yoga que yacía todavía muerta de risa desde la mañana entre el televisor y el sofá y salió a recoger a las pequeñas. Al salir por la puerta se volvió a acordar de que ella todavía no había llegado.

En el parque de la plaza vivió los mejores momentos del día. Las madres jóvenes y guapas del barrio eran de un candor y simpatía excepcional. Casi se hubiera podido creer que iban a saltar en brazos de uno en manada pidiendo entre sollozos el poder engendrar un nuevo hijo con ayuda de su legado genético. ¡Qué sonrisas! ¡Qué miradas! ¡Qué culos al salir del parque en dirección a sus casas mientras Juan se quedaba sólo con sus hijas y con los pies hundidos en la arena hasta los tobillos!

Por la noche, preparándoles una tortilla francesa a su angelitos, no podía parar de pensar en la hija del propietario del edificio donde estaban alquilados. Qué belleza adolescente, qué mirada inteligente y sensible, qué imágenes le pasaban por la mente... Se besaban furtivamente en el sótano, se escapaban enamorados mientras el padre de ella echaba pestes del pederasta secuestrador, se quemaba la tortilla y tenía que hacer otra para sus hijas.

Mientras se comía la tortilla requemada se volvió a acordar de que Marta no iba a volver.

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