lunes, 25 de febrero de 2013

Patricio




Estaba Patricio en su casa mirando la jaula vacía de su periquito muerto la semana anterior.
Por alguna razón no se había dado cuenta hasta ese momento del vacío irreparable que había supuesto esa pérdida para su miserable vida de asalariado veinteañero feúcho de capital de provincias.
En realidad no le iba mal. No era cómo a la mayoría de sus antiguos amigos del instituto. Casi ninguno de ellos tenía trabajo. "Qué ironías de la vida", pensó. Entonces parecían tan adaptados, tan capaces, con sus chaquetas a la moda y sus flequillos largos, tapándoles el ojo izquierdo, siempre el ojo izquierdo.
Patricio nunca logró ligar con ninguna de su clase, él le daba la culpa a su payasez innata, su acné y su físico desgarbado. El caso es que nunca logró morrearse con ninguna de su curso. En las fiestas, en los bares de la plaza Gomila nunca tenía problema... Bueno, no es que fuera un conquistador rompe chochos. Pero siempre caía alguna. Más o menos fea, más o menos ida de la olla. Pero no pasaba invierno sin una noche de morreos, de luchas de cremalleras, de "no, ahí no", de "saca la mano de ahí", de "he prometido a mi padre que no me desvirgaría en este viaje de estudios"...
El caso es que, de repente, no se sabe porqué, la imagen de la jaula vacía colgando del mueble cama-lámpara-estantería-nicho de su cuarto de 8 metros cuadrados en casa de sus padres le desmontó todo su mundo.
Y se puso a llorar.

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